Por Noé Pernía y May Ling Carabaño.
Cuando usted tenga este libro en sus manos, –«Venezuela. Biografía de un suicidio», La Huerta Grande– deberá abrirlo por la página 89 donde conseguirá la imagen que revela la devoción de Juan Carlos Chirinos y la de miles de venezolanos como él. El texto viene ensalmado, allí verá a una mujer desnuda que cabalga sobre una danta (tapirus), el arquetipo de una idiosincrasia declinante en un país que fue moderno y un estado nacional que hoy desaparecen.
Se llama María Lionza, una diosa indígena que en el «imperio del sincretismo» comparte altares con Simón Bolívar (¿acaso otro dios?) en los aquelarres y consultorios de adivinadores, curanderos, espiritistas, médiums y brujos consagrados a su culto. Ambos son alegorías de sendas pulsiones que contiene una nación cuyo proyecto de república siempre lucirá inacabado mientras lo dionisíaco domine el espíritu, cerebro y corazón del sujeto histórico.
Chirinos (Valera, Venezuela, 1967), es un escritor cuya suma de dos mitades impide una catalogación nacional, no es ya tan venezolano ni tampoco es plenamente español, país de Europa donde vive, escribe, trabaja y estudia. No conocemos un canon que lo arraigue a esta o aquella corriente, en todo caso pertenece a una generación trasatlántica que escribe en la única patria posible que es la lengua; si se nos permite parafrasear a Fernando Vallejo o a la mismísima Hannah Arendt: Lo único que nos queda es la lengua común.
Venezuela se suicida con recurrencia cuando entre dos opciones escoge el vacío o la ira sin calcular sus efectos: Caudillos, tiranos y coroneles. La neurobiología de moda lo asociaría con el dominio del cerebro reptiliano, capa más profunda e insondable de las tres que componen el órgano del pensamiento y del espíritu, como se diría en los siglos anteriores a éste. Chirinos habla de la eterna adolescencia de nuestras repúblicas hispanoamericanas, por ello se ha colocado frente al espejo para ver si halla un concepto de identidad nacional con una madurez que nunca encuentra, porque «un país no se define; se siente».
Por otra parte el espejo de Chirinos, a diferencia de otros más diestros en el timo y la autocomplacencia, desgarra el texto con un enfoque que a muy pocos venezolanos les gustará escuchar. De hecho, si el libro viene ensalmado por María Lionza es probable que sea para evitar las piras del nacionalismo exacerbado («el nacionalismo es el escondite perfecto para los canallas») y la inquisición fetiche de la opinión pública, cuyo imperio se regodea en las redes sociales.
Venezuela, escuchen bien y contengan su rabia, no es el mejor país del mundo, ni es una nación rica, ni es el ombligo del planeta como creen a pie juntillas tantos connacionales de aquel recodo americano que libertó cinco naciones, acogió migrantes y refugiados del mundo y vendió petróleo como pan caliente para la gloria de un arrogante complejo de superioridad que, en «Venezuela. Biografía de un suicidio», se desmorona como la razón sucumbe frente a lo real maravilloso, lo fantástico del buen salvaje y la ilusión de El Dorado. Si nos sirve de mantra protector, «solo leyendo sabemos quiénes somos».
Chirinos en este libro despertará rabias, consensos y hasta odios pero a nadie dejará indiferente, el público hispanoparlante quizá será mucho más ecuánime que el venezolano cuando lo lea, porque entenderá cosas y verá cómo arde el techado de un país vecino desde la comodidad de sus democracias de mercado y la estabilidad sociopolítica de sus instituciones.
Por último, un párrafo lapidario entre tantos que incendian la lectura: «¿Hasta cuándo vamos a estar en este mediocre intersticio entre un pasado que ya fue y un futuro que –lo sabemos– no será?»
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